martes, 26 de enero de 2010

El habla huertana


El lenguaje de la huerta
tiene mucho que entender;
y lo mismo en Covatillas
que en la Urdienca y el Sequén,
chapurreándolo no gusta,
bien hablado da placer.
El habla huertana es dulce,
como el panal de la miel.
Cuando platica de amores
la moza con su querer.
Alegre como el repique
de las castañuelas es,
cuando bailando parrandas,
la nena recorta bien,
y los mozos se escandilan
porque «esfisan» no sé qué,
y hasta relinchan de gusto,
sin poderse contener.
En los juegos de «manates»,
en donde no hay «paripel»,
pica como la mostaza,
y hay quien se pone de tres
colores, cuando el gracioso
se «esfarría» en su papel,
y se aboca toda la esencia
en menos de un santiamén.
Sentenciosa en el «perráneo»,
mucho más que la de un juez,
cuando por cuestión de mondas
se origina algún belén
y el hombre mete su vara
y evita que Juan y Andrés,
o se queden «transpunchaos»
y ni el Dios guarde se den,
o se pongan las costillas
a palos como el pez.
No es el lenguaje panocho
jerigonza de burdel,
sino mezcla del sencillo
romance de pura ley,
y del habla vigorosa
de aquel pueblo aragonés
que conquistador de Murcia
con el rey Jaime fue;
matizado con mil nombres
que dejó el árabe en él,
como Alquiba, Zaraiche,
Beniaján, Benialé,
Alberca, Aljufia, Alfande,
Benetúcer, Aljucer,
Almohojar, Alfatego,
Benicotó y Beniel;
habla expresiva, armoniosa,
a quien dieron lustre y prez,
en sus bandos Rubio y López;
en sus romances, Tornel;
Díaz Cassou, en sus cuentos;
Soriano, en el entremés.
Cabe al murado recinto
de Murcia, preciado edén,
vivió el huertano aferrado,
como el guerrero a su arnés,
a su lengua, a sus costumbres
y a sus tradiciones fiel;
y lo que labor de siglos
no lograra conmover,
al mediar el de las luces,
con su brillo y su oropel,
fue cayendo, fue cayendo,
sin poderse mantener.
Metió por la vega virgen
la locomotora el tren,
con su penacho ondulante
corriendo a todo correr,
y ¡adiós, augusto silencio
del encantado vergel!
La revolución gloriosa
echó por tierra después
la muralla aspillerada,
de cuya vieja pared,
aún conservan los vestigios
Zaraiche y San Miguel.
Y luego Antonete Gálvez,
todo corazón y fe,
alzó las huestes honradas
de huertanos, y en tropel
predicando del Cantón
el glorioso amanecer,
se los llevó a Miravete
y a Cartagena... y a Argel,
donde pobres y emigrados,
pasaron hambre y sed,
¡dóciles aventureros
de aquella lucha cruel!
Todo en veinte años huyó
para nunca más volver:
Metió el huertano en el arca,
sudario de tiempo aquel,
el jubón con cada broche
de plata como una nuez,
la chaqueta azul de gala,
el morisco zaragüel,
la capa majestuosa,
la montera, el calañés
y la manta espinardera,
que orlaba caireles cien,
y la huertana, la armilla,
el refajo o guardapiés,
el pañolico de espuma,
a unos dos dedos del que
el moño de picaporte
iba gracioso a caer,
la mantellina lujosa...
Todo aquel vigoroso tren
con que la moza juncal
se formaba su «toilet»,
y salía por las sendas
más hermosa que un clavel,
dejando olor de membrillo
de las ropas al vaivén,
y a más de cuatro zagales
«pegaos a la paré».
Pero si a impulsos extraños
y por diferentes causas,
huyeron de las costumbres
de la población huertana,
lo secular y lo típico
de su gaya indumentaria,
sus costumbres y sus juegos,
sus bailes, sus serenatas...
El lenguaje, aquel lenguaje,
que con picarescas galas
don Joaquín López vertía
en sus célebres soflamas,
cuando hacía de «perráneo»
el primer día de máscaras,
con su vistosa carreta,
con las manos en la faja,
de pie y mirando al concurso
que embelesado escuchaba,
ese lenguaje, repito,
aunque no libre de mácula,
porque los kilos y el metro,
y hasta las piezas baratas
del teatro, con sus chistes
y sus canciones chulapas,
saltando «ciecas» y azarbes
llegaron a las barracas;
ese subsiste en su esencia
como reliquia preciada.
Habla de la Huerta mía,
expresión dulce y simpática
que en labios de mis mayores
escuché desde la infancia,
si mis cantares te copian
y mis romances esmaltas,
no es por ansia de laureles
ni por triviales jactancias,
es porque mi sangre es sangre
de humilde estirpe huertana,
es porque en mi ser palpitas,
porque te llevo en el alma,
y porque contigo evoco
ecos de edades pasadas,
y se recrea mi espíritu
con esa música grata,
que nace de tus acentos
y brota de tus palabras.
Y no al compás de la lira,
ni del laúd, ni del arpa
como trovador romántico
al pie del vetusto alcázar,
sino al rítmico y alegre
rasguear de la guitarra,
recordaré tus encantos,
cantaré tus alabanzas,
mientras que inspire una nota,
tierna, dulce o delicada,
esa vega encantadora,
de que eres tú verbo y gala,
con sus colores espléndidos,
con el rumor de sus cañas,
con su ambiente de azahares
y su alfombra de esmeralda,
que se extiende hasta la sierra,
de tomillos matizada,
en donde asienta su trono
la Virgen de la Fuensanta.

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José Frutos Baeza



Reseña biográfica

Entre los autores murcianos son muy pocos los que se han dedicado al teatro. Pues bien, la Región de Murcia tiene en su historia un autor que se dedicó al estudio del teatro en la Huerta del Segura. Es lo que Frutos Baeza llana "Juegos" y cuya historia él estudia: Son textos cómicos, que han sido regocijo de los huertanos en el transcurso de muchas generaciones: «El médico», «El caballero particular», «El juego del "cedazo"» y «El Cristo del velón», son ejemplos de esos juegos y son fundamentalmente sencillas narraciones dialogadas, muy próximas a antiguas formas de teatro popular. Como obras originales de Frutos Baeza hemos de citar «De mi tierra», obra de 1897 y «¡Cajines y albares!», de 1904.
Frutos Baeza murió en 1918.