Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó
y un año pasado había;
mas de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió.
Lloraba la bella Inés
su vuelta aguardando en vano;
oraba un mes y otro mes
del crucifijo a los pies
do puso el galán su mano.
Todas las tardes venía
después de traspuesto el sol,
y a Dios llorando pedía
la vuelta del español,
y el español no volvía.
Y siempre al anochecer,
sin dueña y sin escudero,
en un manto una mujer
el campo salía a ver
al alto del Miradero.
¡Ay del triste que consume
su existencia en esperar!
¡Ay del triste que presume
que el duelo con que él se abrume
al ausente ha de pesar!
La esperanza es de los cielos
precioso y funesto don,
pues los amantes desvelos
cambian la esperanza en celos,
que abrasan el corazón.
Si es cierto lo que se espera,
es un consuelo en verdad,
pero siendo una quimera,
en tan frágil realidad
quien espera desespera.
Así Inés desesperaba
sin acabar de esperar,
y su tez se marchitaba,
y su llanto se secaba
para volver a brotar.
En vano a su confesor
pidió remedio o consejo
para aliviar su dolor;
que mal se cura el amor
con las palabras de un viejo.
En vano a Ibán acudía,
llorosa y desconsolada,
el padre no respondía,
que la lengua le tenía
su propia deshonra atada.
Y ambos maldicen su estrella,
callando el padre severo
y suspirando la bella,
porque nació mujer ella,
y el viejo nació altanero.
Dos años al fin pasaron
en esperar y gemir,
y las guerras acabaron,
y los de Flandes tornaron
a sus tierras a vivir.
Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó,
y el tercer año corría;
Diego a Flandes se partió,
mas de Flandes no volvía.
Era una tarde serena;
doraba el sol de Occidente
del Tajo la vega amena,
y apoyada en una almena
miraba Inés la corriente.
Iban las tranquilas olas
las riberas azotando
bajo las murallas solas,
musgo, espigas y amapolas
ligeramente doblando.
Algún olmo que escondido
creció entre la yerba blanda,
sobre las aguas tendido
se reflejaba perdido
en su cristalina banda.
Y algún ruiseñor colgado
entre su fresca espesura
daba al aire embalsamado
su cántico regalado
desde la enramada oscura.
Y algún pez con cien colores,
tornasolada la escama,
saltaba a besar las flores
que exhalan gratos olores
a las puntas de una rama.
Y allá en el trémulo fondo
el torreón se dibuja
como el contorno redondo
del hueco sombrío y hondo
que habita nocturna bruja.
Así la niña lloraba
el rigor de su fortuna,
y así la tarde pasaba
y al horizonte trepaba
la consoladora luna.
A lo lejos por el llano
en confuso remolino,
vio de hombres tropel lejano
que en pardo polvo liviano
dejan envuelto el camino.
Bajó Inés del torreón,
y llegando recelosa
a las puertas del Cambrón,
sintió latir zozobrosa,
más inquieto el corazón.
Tan galán como altanero
dejó ver la escasa luz
por bajo el arco primero
un hidalgo caballero
en un caballo andaluz.
Jubón negro acuchillado,
banda azul, lazo en la hombrera,
y sin pluma al diestro lado
el sombrero derribado
tocando con la gorguera,
bombacho gris guarnecido,
bota de ante, espuela de oro,
hierro al cinto suspendido,
y a una cadena prendido,
agudo cuchillo moro.
Vienen tras este jinete,
sobre potros jerezanos,
de lanceros hasta siete,
y en la adarga y coselete
diez peones castellanos.
Asióse a su estribo Inés,
gritando: “¿Diego, eres tú?”
Y él, viéndola de través,
dijo: “¡Voto a Belcebú,
que no me acuerdo quién es!”
Dio la triste un alarido
tal respuesta al escuchar,
y a poco perdió el sentido
sin que más voz ni gemido
volviera en tierra a exhalar..
Frunciendo ambas a dos cejas,
encomendóla a su gente
diciendo: “¡Malditas viejas
que a las mozas malamente
enloquecen con consejas!”
Y aplicando el capitán
a su potro las espuelas,
el rostro a Toledo dan,
y a trote cruzando van
las oscuras callejuelas.
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José Zorrilla
Reseña biográfica
Escritor español nacido en Valladolid, en 1817. En 1833 ingresó en la Universidad de Toledo como estudiante de leyes, y en 1835 pasó a la Universidad de Valladolid.
Publicó sus primeros versos en el diario vallisoletano El Artista. En Madrid, después de abandonar su carrera universitaria, alcanzó fama tras leer unos versos suyos ante el cadáver de Larra (1837). Ocupó el cargo de éste en la redacción de El Español, donde publicó la serie de poemas titulada Poesías (1837), primero de una serie de ocho volúmenes que acabó en 1840. Su éxito poético se renovaría en 1852 con un poema descriptivo, Granada, que quedó inacabado.
Escribió numerosas leyendas (Cantos del trovador, 1840-1841; Vigilias del estío, 1842; Flores perdidas, 1843; Recuerdos y fantasías, 1844; Un testigo de bronce, 1845), en las que resucita a la España medieval y renacentista. Cabe destacar «A buen juez mejor testigo», «Margarita la Tornera » y «El capitán Montoya».
Murió en Madrid en 1893.