Cuando
llueve y reviso mis papeles, y acabo
tirando
todo al fuego: poemas incompletos,
pagarés
no pagados, cartas de amigos muertos,
fotografías,
besos guardados en un libro,
renuncio
al peso muerto de mi terco pasado,
soy
fúlgido, engrandezco justo en cuanto me niego,
y así
atizo las llamas, y salto la fogata,
y
apenas si comprendo lo que al hacerlo siento,
¿no
es la felicidad lo que me exalta?
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Cuando
salgo a la calle silbando alegremente
-el
pitillo en los labios, el alma disponible-
y les
hablo a los niños o me voy con las nubes,
mayo
apunta y la brisa lo va todo ensanchando,
las muchachas
estrenan sus escotes, sus brazos
desnudos
y morenos, sus ojos asombrados,
y
ríen ni ellas saben por qué sobreabundando,
salpican
la alegría que así tiembla reciente,
¿no
es la felicidad lo que se siente?
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Cuando
llega un amigo, la casa está vacía,
pero
mi amada saca jamón, anchoas, queso,
aceitunas,
percebes, dos botellas de blanco,
y yo
asisto al milagro -sé que todo es fiado-,
y no
quiero pensar si podremos pagarlo;
y
cuando sin medida bebemos y charlamos,
y el
amigo es dichoso, cree que somos dichosos,
y lo
somos quizá burlando así la muerte,
¿no
es la felicidad lo que trasciende?
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Cuando
me he despertado, permanezco tendido
con
el balcón abierto. Y amanece: las aves
trinan
su algarabía pagana lindamente,
y
debo levantarme pero no me levanto;
y
veo, boca arriba, reflejada en el techo
la
ondulación del mar y el iris de su nácar,
y
sigo allí tendido, y nada importa nada,
¿no
aniquilo así el tiempo? ¿No me salvo del miedo?
¿No
es la felicidad lo que amanece?
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Cuando
voy al mercado, miro los abridores
y,
apretando los dientes, las redondas cerezas,
los
higos rezumantes, las ciruelas caídas
del
árbol de la vida, con pecado sin duda
pues
que tanto me tientan. Y pregunto su precio,
regateo,
consigo por fin una rebaja,
mas
terminado el juego, pago el doble y es poco,
y
abre la vendedora sus ojos asombrados,
¿no
es la felicidad lo que allí brota?
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Cuando
puedo decir: el día ha terminado.
Y con
el día digo su trajín, su comercio,
la
busca del dinero, la lucha de los muertos.
Y
cuando así cansado, manchado, llego a casa,
me
siento en la penumbra y enchufo el tocadiscos,
y
acuden Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi,
y la
música reina, vuelvo a sentirme limpio,
sencillamente
limpio y pese a todo, indemne,
¿no
es la felicidad lo que me envuelve?
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Cuando
tras dar mil vueltas a mis preocupaciones,
me
acuerdo de un amigo, voy a verle, me dice:
«Estaba
justamente pensando en ir a verte».
Y
hablamos largamente, no de mis sinsabores,
pues
él, aunque quisiera, no podría ayudarme,
sino
de cómo van las cosas en Jordania,
de un
libro de Neruda, de su sastre, del viento,
y al
marcharme me siento consolado y tranquilo,
¿no
es la felicidad lo que me vence?
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Abrir
nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
pasar
por un camino que huele a madreselvas;
beber
con un amigo; charlar o bien callarse;
sentir
que el sentimiento de los otros es nuestro;
mirarme
en unos ojos que nos miran sin mancha,
¿no
es esto ser feliz pese a la muerte?
Vencido
y traicionado, ver casi con cinismo
que
no pueden quitarme nada más y que aún vivo,
¿no
es la felicidad que no se vende?
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Gabriel
Celaya
Reseña biográfica
Rafael Múgica, nombre real del poeta español, nació en Hernani,
Guipúzcoa en 1911.
Presionado por su padre, se radicó en Madrid donde inició sus
estudios de Ingeniería y trabajó por un tiempo en la empresa familiar. Conoció
allí a los poetas del 27 y a otros intelectuales que lo inclinaron hacia el
campo de la literatura, dedicándose desde entonces por entero a la poesía.
En 1947 fundó en San Sebastián, con su inseparable Amparo
Gastón, la colección de poesía «Norte». Obtuvo en 1956 el Premio de la Crítica por su libro «De
claro en claro», al que siguieron entre otros, «Plural» 1935, «Cantos Íberos»
1955, «Casi en prosa» 1972, «Buenos días, buenas noches» 1976 y «Penúltimos
poemas» en 1982.
En 1986 recibió el
Premio Nacional de las Letras Españolas.